La entrada de hoy y la del próximo día las aprovechamos para difundir un, a nuestro juicio, interesante artículo publicado en el nº 47 del boletín "A Santiago", editado por la asociación Astur-Leonesa de amigos del Camino de Santiago y firmado por su presidente y amigo José Luís Galán González, que gentilmente nos autorizó a incluir en el blog, en el se narran algunos hechos y curiosidades del monasterio de Santa María de Valdediós y que completamos con algunas imágenes de nuestra fototeca.
Una de las últimas actividades del pasado año fue la visita a la la iglesia de Amandi y al hermoso conjunto que forman el templo prerrománico de San Salvador y el monasterio cisterciense de Santa María de Valdedios.
En aquella mañana de un sábado de otoño, bajo un cielo gris, tan típico de esta tierra, presagiando lluvia sin que las nubes llegaran a consumar su amenaza, recorrimos a pie parte del hermoso valle de Dios y tuvimos ocasión de repasar y admirar otra vez, casi todos los detalles que los históricos edificios atesoran; pero la jornada que resultó francamente instructiva y entretenida, sirvió también para recordar alguna cosa curiosa, o menos conocida sobre la comunidad de monjes bernardos, que durante tantos años habitaron el monasterio, ejerciendo su benéfica labor y repartiendo sus enseñanzas entre los habitantes del verde valle de Boiges.
Una de ellas es la historia de los últimos monjes que vivieron en el monasterio (los últimos antes de que la Orden Cisterciense restaurase la vida conventual en el año 1992, restauración que desgraciadamente se interrumpió de nuevo en el año 2009).
(Vida que afortunadamente restauraron, el pasado mes de julio, las Hermanas Carmelitas Samaritanas).
Eran los años centrales del siglo XIX, en pleno auge de las políticas desamortizadoras que, con la loable intención de poner en activo terrenos y propiedades improductivas, tanto daño causaron en antiguos y artísticos edificios que se vieron en muchos casos expoliados o maltratados, y en otros abandonados y a merced de los desastres que causa el paso del tiempo, sin uso y sin ningún tipo de conservación ni cuidado.
Concretamente una tarde del año 1834, en el convento se recibió una orden terminante, de la justicia de la capital, que apremiaba a la comunidad a desalojar el cenobio en el corto plazo de 48 horas.
Los monjes, con gran dolor, por tener que abandonar la Santa casa que fue su hogar, su lugar de estudio, trabajo y oración durante tantos años fueron cumpliendo la inexorable orden.
Casi todos se dispersaron, como curas encargados de las parroquias vecinas, de las que se hicieron cargo al dejar el monasterio.
Sin embargo, no todos los frailes abandonaron la casa. Tres de ellos, de nombre Fray Vicente Eijan, Fray Malaquías Carrera y Fray Valeriano Fernández, se negaron rotundamente a cumplir el mandato que ellos, especialmente encariñados con su convento, calificaban de injusto y arbitrario.
De su obstinación se cuentan pintorescos episodios, especialmente de Fray Valeriano, que parece era un hombre de elevada estatura, de fuertes convicciones, recio por demás, de físico y de carácter.
Se dice que Fray Valeriano, armado con una escopeta de chispa, permaneció durante varios días a la puerta del convento, esperando la llegada de los comisionados del Gobierno, que habían de verificar la entrega del edificio, dispuesto a defender a toda costa su casa, de lo que él calificaba como una usurpación intolerable por muchos fundamentos legales de que el Gobierno la hubiese revestido.
La llegada, en un prudente gesto de las autoridades encargadas, nunca se produjo, hasta el punto de que posteriormente, la propia Administración de Bienes Nacionales, nombró a Fray Valeriano su delegado en Valdediós, encargo que el fraile cumplió con gran pericia y detalle, dejando abundantes pruebas de su buena administración en el Archivo de la Biblioteca del monasterio, donde continuó viviendo en compañía de sus dos hermanos, haciendo la misma vida de comunidad que había practicado durante tantos años: rezando las horas canónicas, estudiando en la biblioteca, trabajando el huerto, cobrando las rentas de los colonos, anotando escrupulosamente los gastos, y esperando siempre la vuelta de los hermanos que ya habían ido falleciendo de peña y de nostalgia al frente de las parroquias de las que Se habían hecho cargo cuando dejaron el monasterio.
Andando los años también fueron falleciendo tanto Fray Vicente como Fray Malaquías y quedó solo en el convento Fray Valeriano, acompañado por un vecino de Pueyes, llamado don Alonso Solís, que permaneció en su compañía como fiel amigo y confidente. Así vivió el último monje de Valdediós hasta que el inexorable paso del tiempo permitió que el noble edificio se quedase totalmente abandonado durante mucho tiempo a merced de los destrozos que el discurrir de los años proporciona a los lugares sin ningún uso.
Texto de José Luis Galán González.
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